Esta temporada, debido a mis lecturas sobre temas de seguridad, familias, y técnicas proyectivas, no podía perder la oportunidad de dar un artículo más largo sobre temas que he tratado de manera más breve en los posts. Así que vamos a entrar en el significado de la seguridad, con uno mismo y con los que nos rodean.
Cuando el cuerpo no se siente a salvo
La seguridad emocional no es algo que todas las personas traigan de serie. Es necesario aprenderla, solo que algunas veces hemos pasado mucho tiempo en alerta, y toca aprenderla más tarde. Crecer en entornos donde no se podía mostrar tristeza, miedo o vulnerabilidad deja una huella silenciosa. Aprendemos, por ejemplo, a mantenernos fuertes, a sonreír cuando estamos rotos, a adaptarnos para no incomodar. Y el cuerpo, siempre fiel a su tarea de protegernos, se acostumbra a vivir en tensión, en ese punto medio entre la calma y la defensa.
Cuando no hubo espacio para la ternura o la validación, el sistema nervioso se convierte en un vigilante constante. Nuestra ventana de tolerancia a ciertas sensaciones, o gestos, se ha vuelto muy pequeña. Y entonces nuestro sistema nervioso nunca se llega a relajar del todo, porque una parte interna aún sospecha que el peligro puede volver. Podemos construir una vida funcional, pero sin esa sensación profunda de descanso interior. Nos cuesta confiar, aceptar ayuda o simplemente bajar la guardia. Y sin darnos cuenta, seguimos viviendo desde la desconfianza aprendida: con el cuerpo en modo supervivencia y el corazón sin permiso para descansar. Sobrevivir como forma de adaptarnos a situaciones del pasado tuvo sentido, pero en algún momento hay que empezar a vivir.
Aprender seguridad emocional significa volver a habitar el cuerpo sin miedo. Es permitirnos sentir sin que eso nos asuste, y recordar que ahora sí hay lugar para nosotros. La seguridad emocional no es la ausencia de dolor, sino la certeza de que, si el dolor aparece, habrá sostén. Y ese aprendizaje —aunque empiece dentro de uno mismo— siempre florece mejor en compañía.
Cuando la seguridad faltó
Las personas que no crecieron en ambientes seguros suelen compartir sensaciones parecidas, aunque cada historia sea única. A nivel interno, hay una lucha constante entre el deseo de conectar y el miedo a hacerlo. Nos acercamos, pero algo dentro frena. Queremos confiar, pero una voz interna dice “no es buena idea”. Esa contradicción agota, porque vivir a medio camino entre la cercanía y la defensa es emocionalmente extenuante.
En lo cotidiano, a nivel externo, la inseguridad puede mostrarse de muchas formas: dificultad para poner límites por miedo al rechazo, necesidad constante de aprobación, ansiedad cuando alguien se distancia o enfado cuando alguien se acerca demasiado. También puede aparecer como autosuficiencia extrema, esa sensación de “no necesito a nadie”.
A nivel de sensaciones, el cuerpo refleja lo que la mente no dice. Un nudo en el estómago cuando alguien se enfada, el pecho que se cierra al pedir ayuda, la respiración que se acelera al sentir vulnerabilidad. Todo eso no son signos de debilidad, sino huellas de una historia donde sentirse seguro no fue posible. Reconocerlo es el primer paso para poder empezar a escribir algo distinto.
Practicar la seguridad emocional
La buena noticia es que la seguridad emocional se puede aprender, incluso después de años de vivir en alerta. Se trata de reeducar poco a poco al cuerpo y a la mente para que entiendan que ahora sí hay espacios donde pueden descansar. No ocurre de un día para otro, pero hay caminos que ayudan:
- Empezar por uno mismo. Practicar hablarte con amabilidad cuando cometes un error. Sustituir la crítica interna por curiosidad: “¿Qué estoy sintiendo ahora?”
- Observar el cuerpo. Prestar atención a cuándo se tensa, cuándo respira mejor, qué lugares o personas te hacen sentir calma. Esa información es oro.
- Elegir vínculos seguros. Acercarte a quienes te escuchan sin juzgar, te miran con respeto y no te hacen dudar de tu valor.
- Poner límites sin miedo. Decir “no” con respeto es una forma de decir “sí” a ti mismo. Los límites no alejan, ordenan los vínculos.
- Validar tus emociones. Permitir sentir rabia, tristeza o alegría sin etiquetarlas como buenas o malas. Todo lo que sientes tiene una función.
- Buscar ayuda profesional si lo necesitas. A veces el acompañamiento terapéutico es el lugar donde se aprende, por primera vez, que no hay que hacerlo todo solo.
Con el tiempo, estos gestos se acumulan. Tu sistema empieza a reconocer que puede confiar, que no todo el mundo hiere, que no todo silencio anticipa un abandono. Así, paso a paso, la seguridad emocional deja de ser una meta y se convierte en una forma de estar en el mundo.
Recuperar la confianza
Sanar no significa olvidar lo que dolió, sino aprender a relacionarnos con ello de otra manera. A veces no podemos borrar la herida, pero sí construir alrededor de ella un suelo firme. Ese suelo se llama seguridad emocional: saber que lo que venga, podremos sostenerlo.
Pedir ayuda no es rendirse, es dejar de hacerlo solo. Es permitir que otro nos acompañe en el camino de volver a confiar. La terapia, la amistad, el amor o un entorno que nos ve sin exigirnos pueden ser ese espacio donde el miedo cede y aparece algo nuevo: la calma.
Si sientes que cuesta confiar, descansar o conectar, en Lucentum Psicología podemos acompañarte en el proceso de construir tu seguridad emocional. Paso a paso, con respeto, presencia y humanidad.
Quizá el verdadero hogar no sea un lugar, sino la sensación de estar a salvo junto a alguien
Victor Galarza Rodriguez
CV13891